sábado, 10 de octubre de 2015

SEÑOR CREEMOS PERO AUMENTA NUESTRA FE


AUMENTA LA FE

 
 


“¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?”  (Mt 8,25)

   La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven” (Hb 11,1). El discípulo de Cristo está llamado a vivir en fe y por fe.
 
La fe impregna de alguna manera toda la vida del cristiano. Una de las diferencias importantes entre las realidades humanas y espirituales es que estas últimas sólo pueden ser alcanzadas y penetradas por el hombre por medio de la fe, mientras las primeras son perceptibles y están al alcance de los sentidos.

 Así, el simple hecho de acercarse al Señor en oración, el hecho de querer hablarle o escucharle, son actos que presuponen un cierto grado de fe.
 
No podemos olvidar lo que la Palabra de Dios en la carta a los Hebreos dice respecto a la importancia de la fe para poder encontrarse con Dios: “Sin fe es imposible agradarle, pues el que se acerca a Dios ha de creer que existe y que recompensa  a los que le buscan” (Hb 11,6).
 
Y no se trata sólo de creer en la existencia de Dios, porque “también los demonios creen y tiemblan” (St 2, 19), sino de vivir de acuerdo con la fe que decimos profesar.
 
Nuestra fe comienza a ser verdadera cuando nos esforzamos por hacer lo que Dios nos dice en su Palabra, cuando tratamos de poner en práctica todos sus mandatos y nos dejamos guiar por las mociones e inspiraciones del Espíritu Santo.

 La adoración es una manera privilegiada de relacionarnos con el Señor.
 
Sabemos que la adoración en el cielo es diferente de la adoración en la tierra. Por un lado, la adoración celestial es en visión (cf. Ap 22), mientras la adoración en la tierra es en fe.
 
Más aún, la adoración del cielo es una necesidad, pues la presencia de Dios la hace inevitable; lo normal es estar postrado delante del Señor y adorarle “día y noche” (Ap 7,15); mientras la adoración en la tierra se realiza con las limitaciones que imponen la naturaleza humana y sus imperfecciones, además de los obstáculos que pueden significar las circunstancias personales o ambientales en que esté viviendo el adorador.
 
Por todo eso la fe debe acompañar indefectiblemente al adorador.

 Cuando el hombre se aproxima a Dios para adorarle, la fe debe ponerse en marcha desde el primer momento y en plenitud, confesando que gracias a la sangre de Cristo derramada en la cruz, podemos aproximarnos confiadamente ante el trono de Dios: “Acerquémonos con sincero corazón, en plenitud de fe, purificados los corazones de conciencia mala y lavados los cuerpos con agua pura” (Hb 10, 22).
 
A partir de aquí, la fe sostiene la adoración, pero al mismo tiempo se robustece, no sólo porque la práctica de la fe hace que crezca, sino también por la fuerza misma de la presencia del que “está sentado en el trono, y del Cordero” (Ap 7,10).

 En una ocasión los discípulos del Señor le dijeron: “Señor auméntanos la fe” (Lc 17,5).
 
Pues bien, cada encuentro con el Señor en la adoración es una ocasión para que nuestra fe aumente. La adoración mantiene encendida la llama de la fe, y su calidad depende de la permanencia del adorador a los pies del Señor.
 
Cuando adoramos y ponemos los ojos en el Señor, “autor y consumador de la fe” (Hb 12,2), superamos pruebas, resistimos la tentación, conseguimos victoria sobre nuestros enemigos espirituales, que no pueden resistir que Dios sea adorado, y somos capacitados para hacer las obras de Dios.

Palabra profética

 Visión de un camino con abundantes obstáculos. En él están marcadas las huellas del Señor, en las que tenemos que poner nuestros pies sus discípulos.
 
Por el camino avanza un adorador que camina libre y con soltura, despojado de todo, sólo vestido con una túnica. Detrás de él hay otros que se esfuerzan por caminar, pero van atados con muchas cuerdas, signo de sus seguridades y su falta de fe, que les impiden caminar.
 
Palabra: postraos ante mi, y yo aligeraré vuestras cargas y romperé vuestras ataduras.

1 comentario:

  1. Sabemos que la adoración en el cielo es diferente de la adoración en la tierra. Por un lado, la adoración celestial es en visión (cf. Ap 22), mientras la adoración en la tierra es en fe.



    Más aún, la adoración del cielo es una necesidad, pues la presencia de Dios la hace inevitable; lo normal es estar postrado delante del Señor y adorarle “día y noche” (Ap 7,15); mientras la adoración en la tierra se realiza con las limitaciones que imponen la naturaleza humana y sus imperfecciones, además de los obstáculos que pueden significar las circunstancias personales o ambientales en que esté viviendo el adorador.

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